Procrastinando Sin Culpa.
Voy de un lado al otro de la casa. Tengo que escribir un nuevo texto para el podcast. Es miércoles, sale mañana y yo en blanco. No doy con lo que quiero. O sí, pero quiero salir del monotema, del enorme interrogante acomodado en las cabezas.
Bien, ¿por dónde vamos?
¡Ay, pues eso! En este pequeño apartamento, procrastinando ando, como le decía a una amiga: no hago otra cosa hoy. Mis pensamientos erráticos van deambulando entre seguir con la escoba y la limpieza del baño o recoger la ropa de la secadora y pensar en mi nuevo texto…
La cabeza vuela en nada y en todo, mariposeando el día entero y cambiando de emociones, a hechos… y así voy superando esta etapa que no sé muy bien dónde colocarla, si en la nevera con los post-it, en el recuerdo de los horrores, ¡o en dónde puñetas…!. Sigo volando.
Si pudiera me iba mañana a España, o a dar una vuelta por Guatemala. Estoy hasta el “moñonavirus”. Y mientras escucho las noticias en España, sigo dando vueltas al caos que oigo. ¡Pues anda, que en Brasil!. ¡Por favor, ¿qué nos está pasando?!
Me paro a dar una vuelta a ver qué comemos hoy. Nada. No tengo ganas de nada.
A pesar de las aperturas del confinamiento, sigo sintiendo que estamos todavía atrapados.
Mientras, sigo haciendo nada. Sigo nerviosa. El tema. Desarrolla el tema Pilar. Nada. Voy a la nevera. No hay leche. Sigue sin haber leche de almendras. Por cierto que es la más sana, pero no me sirve cuando el café está caliente, se descompone y me recuerda a la nata de la leche de vaca, que no soporto. Pero ya me he acostumbrado a tomar el café con algo de leche así que le pongo un chorrito de este sucedáneo… No es lo mismo. Me auto convenzo.
Sigo ordenando este puñetero armario. No cabe nada. Voy a sacar la ropa de la secadora. Menos mal que dejó de sonar. No me ayuda a concentrarme.
¡Madre mía, vaya pedazo de secadoras que se usan en este lugar, ¿no?! ¿Qué opinaría mi madre si viera este tractor?. Diría, ¡ay hija, eso en sí mismo es una habitación! ¿Para qué tanto…?? Pues eso, ¿para qué?
Y sigo conjugando el verbo procrastinar. Qué palabra tan rara… ¡Vaguear, de toda la vida! Bueno, ahora resulta que está bien hacerlo, que nos ayuda a centrar pensamientos. Vaya, otra vez si mi madre me viera.. diría, ¡anda, ponte a trabajar guapa! ¡Que Dios nos libre del apretón de un vago! decía ella por esa clara tendencia que siempre tenía por dejar para el último momento obligaciones con que tenían un tiempo de entrega.
Toda mi vida he trabajado como una bestia, por luchar en contra de esa tendencia a tocarme las narices cada vez que puedo…. ¡Tanto, que no me permito la libertad de aflojar y sigo como las pilas duracel… que siguen, y siguen…! ¡Qué tonta, con lo bien que se está tocándose la barriga!
En la casa hay poco recorrido para el escape y limpiar es una manera muy cómoda para evitar mi sentimiento de culpabilidad de postergar el tema. Mientras lo hago yo sigo con lo mío. ¡Madreee! ¡no encuentro espacio en este armario! Un día de estos tengo que hacer una limpia en profundidad. Pero es que todo me termina sirviendo para algo. No tiro nada. Así se queda, “apretao” como sardinas en lata…
Me escapo en mi cabeza. Me voy a otros espacios vividos, en otros lugares: mi Madrid., mi Guate… Miami… ¡Ni de su padre ni de su madre! Nada que ver entre ellas. Ya ves. Así es la cosa de vivir; no sabes dónde el corazón te lleva, como el título de la novela de Susanna Tamaro. Pues eso, en San Diego de momento.
Y sí, sigo sin hacerme a este tipo de vida americana, lo confieso. Y mira que es bonito San Diego. Es una fotografía perfecta. Como los tomates en la bandeja del supermercado. Tan bonitos, tan sin olor. No me hago. No.
Continúo con mis dudas. ¿De qué irá este podcast? ¿Sobre el bonito mes de junio que deseamos, sobre lo que inunda nuestra vida en estos meses, o lo que ronda mi cabeza? Viajar, volver….
¿Volver a dónde?
¿A mi casa?
¿Dónde es eso?
Una amiga mía lo definía muy bien: es el lugar donde está tu cepillo de dientes. Pues eso. Ya no hay “mi casa” a la que volver. Hay que crearla cada vez que sitúas el cepillo. Eso no te lo cuentan tampoco cuando eres una cría….
Solo he tenido una casa en mi vida. La de mi infancia. Y a esa la barre el viento del recuerdo. ¡Llegar allí sí era llegar!
El barrio de la Ciudad de Los Ángeles, no el de este Californiano e idílico de artistas del plexiglás en las puertas de los cines, si no aquél suburbio del sur de Madrid, de esos que se construyeron en los cincuentas, de la etapa del Ministerio de la Vivienda con la chapa en la fachada de la entrada con su yugo y las flechas y la leyenda: “Esta casa está acogida a los beneficios de las leyes del 15 de julio del 54 y 13 de noviembre del 57. Recuerdo infame de ese estilo de construcción tipo colmena y que nos definía como ciudades dormitorio. ¡“La City”!, así la llamábamos los jóvenes del barrio. Los que nos criamos en ese ambiente de barro en los zapatos, hasta que un buen día desde el ayuntamiento de la capital, el alcalde hizo una promesa de recuperación de los espacios comunes. Bien necesario esa mejoras y adecentamiento urbanístico de esa porquería. Tierno Galván era. Lo recuerdo bien. Una primavera se recibieron folletos explicando lo que sucedería durante el verano. Prometía un levantamiento de esas condiciones de barrio tercermundista y que pudiéramos vivir un reencuentro cívico en la calle, con mayor honestidad, como tenía que haber sucedido hacía muchos años. Proponía abrir centros culturales, avenidas, parques, ajardinamientos y hasta columpios y zonas recreativas y lugares de encuentro para los mayores de la tercera edad. A la vuelta de esas vacaciones escolares en el campo, donde íbamos con la mesa plegable y mi padre se afanaba en construir una casita a fuerza de sus brazos y grandes sacrificios de su descanso, llegamos a “La City”. No la reconocimos. En tres meses se había transformado. Era cierto, había paseos limpios, aceras con papeleras por las que pasear en grupo sin ir saltando entre cascotes hundidos del pasado. ¡Parques con césped y columpios en los espacios interbloques!, un precioso y humilde Centro Cultural con ganas de hacer cosas para el barrio ¡Uff… una maravilla! Daba gusto. Ya no sentías ese complejo de vivir en esa zona. Hasta parecía bonito. ¡Mire pués!, (que diría un chapín).
Y se cambiaron los impersonales números de los bloques por nombres musicales y festivos. Recuerdo que antes nuestro bloque era el 117 B. Todo brillaba. En las noches las farolas eran testigos de los juegos de niños y de las mujeres en corrillo hablando de sus cosas. ¡Es que mi Pilarín come fatal… es una milindres….! Mírala, parece una raspa…
Aquello era como estrenar una nueva vida entre las calles que ahora tenía los nombres de zarzuelas que yo escuchaba en el tocadiscos de casa: La de Bohemios, La dolorosa, o La Del Manojo de Rosas, Agua, Azucarillos y Aguardiente y otras.
Con eso nos imaginábamos más unidos al castizo centro de la ciudad y de sus fiestas. Ya ves tú. Como si la mona al vestirse de seda…
Pero ya había taxis en paradas organizadas y autobuses regulares con horarios amplios que pasaban por el centro del barrio. Todo un lujo para los trabajadores, que al volver se sentían menos degradados en su confinamiento de cajitas de zapatos que eran esas viviendas.
Y sí esa es y era, mi casa. Mi barrio y donde vivía mi familia. Volver allí suponía saberse en un mundo seguro de certezas. Al llegar, si no te anunciabas por el portero automático, el pequeño ascensor hacía de avisador. Los siete pisos de subida eran el túnel que te transportaba de un lado al otro de la vida verdadera, la que dejé de jovencita. Ese sonido del cierre de la puerta, con su tan característico rechinar del final llegaba antes que la caja por el hueco y mi madre tenía la agudeza auditiva, o adivinatoria de mi llegada. ¡Era genial! Al llegar al séptimo, siempre en el umbral de la puerta de casa, estaba ella con esa sonrisa y los ojos iluminados de felicidad. Su repetido saludo medio ahogado por la alegría siempre sonaba igual de mágico: ¡híja mía, ya estás aquí!! Y sí, eso es estar en donde se tiene que estar, allí. Su recuerdo sigue llenando mi corazón. La imagen de la puerta abierta con la sutil brisa de olores que desprendía como bienvenida es una odisea de amor en los sentidos. Dicen que la pituitaria, tan conectada al las emociones, te devuelve de inmediato con vividez los recuerdos más ancestrales. La bienvenida olfativa y visual era toda la paz resuelta en un instante que siempre tratamos de retomar. Creo que si existe una gráfica del sentimiento de paz, es eso.
Ahora, ¿volver a dónde?
Sigo en mi procrastinar. Me enciendo un cigarro y salgo al balcón. Me escapo, me voy de mi confinamiento a la playa. Ruedo al compás de las muelas de mi bicicleta y hago el recorrido de memoria hacia a la playa, la que veo allá en ese horizonte cercano. Debajo de estas colinas. Desciendo suavemente la larga cuesta en la bici disfrutando cada giro de rueda. Las jacarandas me saludan revoloteando su moradas alfombras en una estela de suave crepitar. La brisa me anticipa olores y temperatura del junio de mis años. Voy ligera hasta las planas calles que cruzan la autopista nacional hacia Los Ángeles, los de aquí. Entre ellas discurre mi camino de bicicleta, santuario lineal del ciclista y protección invisible ante los potentes rugidos de los mustang, los pick up tamaño plaza de toros, o el estrépito de un camión de miles de toneladas que dice, ¡pupa…! Y sigo en mi vagabunda tarde acercándome hacia Mission bay. El humo del cigarro sale de la terraza. Voy por la bahía circundada por un parque verde y ondulante que está repleto de grandes sombras que dejan caer los eucaliptos, los ficus benjamina, plataneros y palmeras tropicales. Las ardilla campan a sus anchas en estos días, sin la presencia humana en sus territorios son felices. Juegan y retienen las frutillas con gritos de placer entre sus algarabías. De cuando en cuando, me cruzo con algún corredor y paseante que se aleja de mí los cuatro metros exigidos. Percibo que alguno sonríe bajo la mascarilla. La cortés amabilidad del tajo quirúrgico impuesto por la distancia social. El parque se congeló en esta nueva forma del vacío lleno.
Apago el cigarro, me vuelvo a casa. En el teclado, voy terminando.
Suelto la maleta en la entrada, con sumo cuidado de no hacerla rodar y arañar el parqué que tanto cuida mi viejita. A las madres les horroriza que arrastres las maletas. Ella está con los brazos más abiertos que nunca deseando ese abrazo que se retrasa estúpidamente con soltar tantas cosas que llevo. Su carne es blandita y acolchada, y de una suavidad terapéutica. A pesar de ese color blanco de carrara y tan finamente pulida como lo dejaría un escultor consagrado, es su calor el que siempre me sorprende, me envuelve y me devuelve a la vida. En ese abrazo se juntan todos los secretos. Siempre quise poder llorarle mis penas como cuando éramos niños, ¿verdad que no hay mejor “cura-sana” que el de esos labios de la madre soplando suave la herida…?
La abrazo y me doy cuenta. ¡Venga mami, no llores, que ya estoy aquí! ¿No te alegras? Resulta que ahora yo soy su madre.
Me alejo del teclado unos minutos. Me estiro bien. Sigo en mis pensamientos pendulares.
-¡Es hora de comer, Jeff!, le grito desde la sala como si no me oyera.
-Oye, ¿te apetece una buena ensalada?. Hoy voy atrasada… grabaré en la noche.
-¡Vale, perfecto para mi!
-¿Cómo vas con tu podcast?- Me pregunta.
-Bien- respondo.
-¿De que trata hoy?
-De nada- contesto.
Me aferro a este abrazo de oso de mi marido dulce. Lo voy a guardar también en el cofre de la memoria, por si acaso….